miércoles, 20 de febrero de 2019

SOÑADORES


Suena bonita esa palabra ¿verdad? Cualquiera puede imaginarse a alguien que decide luchar por aquello que desea y dejarse la piel para conseguirlo. A esa imagen suele añadirse, por lo general, una buena casa (sin exagerar), un buen coche (no muy lujoso), un buen trabajo (que te llene y en el que reconozcan tu valía), una familia que te quiere y un hogar feliz. Un soñador no se conforma y busca su destino, su porvenir, y consigue sus metas. Es decir, se mezcla el concepto de soñador con el de triunfador, como lo entiende la sociedad, sobre todo aquella que nos venden desde Hollywood. Ése es un tipo de soñador. Tipo I. Más que en el dinero piensa en una vida feliz, pero centrado en sí mismo. Hay más.



Ilustro el siguiente con una anécdota. Voy camino de mi consulta y un coche delante de mí decide aparcar esperando a que otro salga de su estacionamiento. Me mantengo a distancia y el vehículo retrocede, al punto de colocarse en una parte más ancha de la calle. Me doy cuenta de que esta maniobra me permite adelantarle y así no tener que esperar a que salga el coche estacionado y aparque el que me precede. Me entraron ganas de parar y hacerle la ola a la conductora solidaria: ¡por fin encuentro alguien que piensa en los demás! ¡Milagro! Tantas veces me he topado con quien se para donde mejor le viene sin preocuparse en apartarse para dejar pasar, o que aparca a tres metros del que está delante en lugar de ajustarse para dejar hueco a otro detrás… no son posturas muy solidarias que digamos.



Pero hay otro tipo de soñador (tipo II) que cree que las personas somos buenas por naturaleza (que diría JJ Rousseau) como esta excepcional conductora que me permitió pasar, y que por tanto es la sociedad quien “pervierte” a la persona cuando le infringe un castigo si se salta las reglas, en lugar de intentar “reeducarla” apelando a su buena fe intrínseca. Como ya tengo una edad, recuerdo aquellos carteles en el metro que decían “antes de entrar dejen salir”. No sé si fue por quitarlos, pero ahora parece que la tónica es “tú entra y quien quiera salir que salte por encima”. ¿Realmente puede funcionar una sociedad sin castigos, sin policía, sin leyes, sin normas, sin reglas?



Voy con el tercer tipo de soñador. Aquellos con los que me he encontrado hoy. Los que no luchan sólo por sí mismos, sino por hacer que esta sociedad mejore. Los que sufren una desgracia y se esfuerzan en hacer todo lo posible para que otros no sufran lo que ellos han sufrido, y se tropiezan con la incomprensión del tipo II de soñadores: el castigo no es bueno, y quien lo desea lo hace por venganza. Y también reciben la crítica de los que piensan que son como el tipo I: unos ingenuos que creen que pueden conseguir lo que se proponen. Esa crítica viene de quien renuncia a sus sueños y no soporta que los consigan los demás. Y por último, tienen que aguantar lo peor de todo: a quienes se apuntan al carro clamando venganza, o buscando su propio beneficio, utilizando el campo abonado por los demás y atribuyéndose el éxito. Los “influencers”.



Ser ese soñador tipo III no es tan bonito como lo pintan. Hoy he visto el final de su esfuerzo recompensado en el Senado, con la aprobación definitiva de la ley por la que se han dejado la piel, pero antes he visto su lucha, sus esfuerzos, sus desvelos, su coraje, sus altibajos, y al fin, su triunfo. Ahora todo parece fácil, pero no lo ha sido. Atrás quedó aquel momento en Castellón donde Anna estuvo a punto de tirar la toalla porque todo el mundo le daba la espalda. Se han tropezado con tantas dificultades, tanta incomprensión, tantas promesas incumplidas, tantos sinsabores, esperanzas rotas que se recomponen, lucha constante, sin descanso, sin desfallecer a pesar de tropezar y sufrir un golpe detrás de otro… no sirve para esto cualquier persona. Yo los veo y los admiro, porque creo que no les llego ni a la suela de los zapatos. No es fácil tener tanto coraje, ganas, fuerza, sangre. Creo que va en el ADN. Estas personas son las que realmente consiguen que la sociedad sea mejor y que este mundo evolucione. Y cuántos más existan y más los apoyemos en lugar de tirar piedras contra ellos, más cerca estaremos de esa sociedad solidaria que no necesita leyes para que nos respetemos los unos a los otros.   



Gracias, Anna, gracias, Mamen, gracias, Alfonso y a todos los que habéis estado en esta lucha, por gente como vosotros mi esperanza en el ser humano sigue viva. Y eso en mi profesión… no tiene precio.




miércoles, 4 de julio de 2018

EL PRECIO DE UN PIN. EL ANÁLISIS: MOTIVACIÓN

Cada ser humano es un mundo, y los psicólogos lo sabemos mejor que nadie. Pero hay muchos puntos en común entre todos nosotros al coincidir en ciertos rasgos de personalidad y las circunstancias que vivimos. Un psicólogo no necesita pasar por situaciones similares a las que viven sus pacientes para ser capaz de comprenderlos y ayudarlos, porque precisamente nos formamos para esto, pero sí es cierto que cuando experimentamos en primera persona ciertos acontecimientos, podemos captar detalles que para quien no ha estudiado psicología pasarían desapercibidos. 

Quien sabe de música es capaz de interpretar una partitura, y diferenciar las notas en una canción. De la misma forma, una psicóloga como yo que tiene una vivencia deportiva como la preparación de un tercer dan de karate, puede analizar su experiencia y que este análisis sirva para arrojar luz a los deportistas que hayan pasado por situaciones similares, sean o no psicólogos. 

Es por este motivo que, una vez contada la "película" de mi examen, voy a analizarlo, empezando por cómo fue y evolucionó mi motivación. Explico en primer lugar la diferencia entre dos tipos: 

- Motivación intrínseca: la que se tiene por la práctica en sí de la actividad elegida. La recompensa es el disfrute haciendo lo que te gusta, aunque te esfuerces mucho. 
- Motivación extrínseca: cuando lo que quieres es conseguir determinado objetivo, el cual conlleva una recompensa o un reconocimiento social. En el deporte en general, conseguir un triunfo, una marca, etc. En el karate, pasar de grado, competir... 

Mi motivación para practicar karate es básicamente intrínseca, y explico por qué. Empecé en 1988, a los 21 años. Elegí un arte marcial porque quería aprender a defenderme por mí misma. En mi primera clase casi desfallezco por el esfuerzo físico, y eso que yo entonces estaba en forma por el ciclismo, pero en la segunda vi hacer al hijo del profesor un kata básico (Godan) y me impresionó tanto que me daba igual si aprendía a defenderme o no: yo quería hacer “eso”. 

Como fuentes de motivación extrínseca tuve los cambios de cinturón hasta marrón, que conseguí a los dos años de empezar. En el gimnasio que estaba entonces no te preparaban para negro, con lo cual seguí entrenando por puro gusto, hasta que, cuando me independicé, tuve que dejarlo durante tres años. Trabajaba a jornada completa a la vez que estudiaba la carrera por la UNED, por lo que no tenía tiempo para entrenar. Al regresar al karate, había cambiado de barrio, por lo que empecé en otro gimnasio donde topé con un profesor que me animó a sacarme el negro. Y así volví a tener un objetivo, es decir, motivación extrínseca. 

Este profesor, no obstante, dejó de dar clases antes de que yo estuviera preparada para examinarme, y me aconsejó apuntarme al que es mi gimnasio actual, en el que él aprendió, y pasó de profesor a compañero de clase. 

Siguiendo el protocolo karateka, en las primeras filas del tatami se suelen colocar los grados altos, y a continuación los kyus (cinturones por debajo del negro). En otros gimnasios, un primer dan puede ser un profesor, pero en el que aterricé, cuando apenas habían pasado tres meses del nuevo siglo, podían estar hasta en la última fila. Es decir, el nivel era muy superior a lo que yo había conocido hasta entonces. Además, a medida que vas subiendo de grado aprendes nuevos katas y más bonitos. Mi motivación creció, por tanto, en sus dos vertientes: intrínseca (aprender más katas) y extrínseca (conseguir el cinturón negro). 

Lo logré a finales de 2002, tras suspender un año antes. En ese momento es cuando te dicen que ahora empiezas a hacer karate de verdad... o sea que había estado 14 años haciendo gimnasia con karategui... ¡pues vaya! 

En este punto entro en mi “zona de confort”. Estoy feliz con mi cinturón negro, aprendo nuevos katas… no tenía ninguna prisa por subir de dan. Pero la motivación intrínseca a veces no es suficiente, y si vas viendo como tus compañeros progresan y ascienden de grado acabas motivándote tú también. Eso no pasaba en mis anteriores gimnasios, pero en el actual sí. Así que pasados unos años preparé varias veces las técnicas para el segundo dan pero no me veía bien cuando me grababa en video. Hasta que unos compañeros, entre ellos el profesor por el que me apunté a este gimnasio, me dijeron que había mejorado mucho, por lo que me animé a fijar ese segundo dan como un objetivo a conseguir. 

Hay quien dice que para progresar necesitas una meta, en karate en concreto me dijo un compañero que “si no te examinas no progresas”. En mi caso primero vino el progreso y luego la decisión de examinarme. Y también dicen que tras conseguir tu objetivo, te “desinflas” y dejas de evolucionar durante un tiempo, vamos, que te duermes en los laureles… Tampoco coincidí en esto, puesto que tras el segundo dan, que conseguí en 2015, mi nivel de ejecución aumentó hasta el punto de ser resaltado por mi profesor durante varios meses. 

La explicación que le encuentro a esa desmotivación tras la consecución de tu sueño, es que la persona ha tenido más motivación extrínseca que intrínseca. La primera, lógicamente, desaparece una vez conseguido ese objetivo, y si la segunda no es fuerte, te relajas en exceso. No es lo que a mí me ocurrió, porque disfruté mientras preparaba mi examen, lo tomé con tranquilidad, mi uke entonces fue una amiga con la que compartía más risas que trabajo duro, y no me presioné a mi misma en ningún momento. Como comenté en el artículo anterior, incluso pospuse la fecha del examen hasta recibir el visto bueno de mi profesor. Aprobé ese segundo dan a la primera, y apenas pasé nervios en el examen (el tema de la activación fisiológica lo trataré en otro artículo). 

Pero no ha sido así con el tercer dan. 

El salto de calidad tras conseguir el segundo, como he comentado antes, fue muy reforzado por mi profesor, por lo que le cogí el "gustillo" a esa recompensa, y a realizar katas cada vez más bonitos y difíciles. Decidí entonces no esperar tantos años para el siguiente grado, sino sólo los tres obligatorios. O sea, fijé mi siguiente objetivo apenas conseguido el anterior. Para mí el tercer dan, además, suponía “palabras mayores”, es decir, muuucho nivel. 

Mi lesión truncó ese sueño por unos meses, pero seguí con la idea y aunque el dolor en la rodilla no se iba del todo decidí preparar el examen. En Marzo ya tenía mis técnicas, y me sentí fuerte y capaz. Objetivo a la vista: puedo conseguir el tercer dan. Ahora me falta el uke. Un compañero de clase, que quería asimismo presentarse más adelante a este mismo grado, se ofreció a ayudarme, y le tomé la palabra. Como comenté en el artículo anterior, no se limitó a hacer de "sparring" como pasó con mi amiga en el segundo dan, si no que se involucró como si fuera un coach. Y contrariamente a cómo yo suelo reaccionar, me funcionó, porque la suya no era una postura rígida en la que yo tenía que obedecer y hacer lo que él dijera, sino que fue un trabajo en conjunto. Aprendí muchísimo, y también hubo risas y buen rollo. 

Aquí la motivación surgió del compromiso: viendo que alguien que apenas conocía se implicaba tanto, no podía por menos que corresponder y "ponerme las pilas". No existe un término concreto para este tipo de motivación, pero a mí se me ocurre que podría llamarse "motivación vicaria". El aprendizaje vicario, definido por Bandura, es aquél que se produce por imitación, siguiendo a un modelo. En mi caso la motivación me la contagió mi uke. Por eso decidí examinarme sin el visto bueno de mi profesor. Había que hacerlo, y punto. 

En cuanto a mi venerada motivación intrínseca, casi desapareció tras repetir una y mil veces el mismo kata (Heiku). Le cogí manía, literalmente, no lo disfrutaba, a pesar de ser uno de mis katas favoritos. Pero con tanta repetición descubrí algo nuevo: hubo un punto en que los movimientos “salían solos” y la ejecución quedaba mucho más convincente, equilibrada y contundente. Fue como un “clic”: había automatizado, dejando de pensar en cómo pulir los detalles. Así pude centrar mi atención en imprimirle más fuerza. 

Fue en ese punto cuando al maestro le empezaron a gustar algunas de mis técnicas, hasta culminar con el “has mejorado muchísimo”. Y mi uke, que durante semanas me exclamaba “más chicha, más explosivo”, me confesó que como a dos semanas del examen tuvo claro que iba a aprobar. Y es que no se trata tanto de ser agresivo y sacar “la mala uva”, sino de repetir y repetir hasta que tu memoria motriz automatice los movimientos y no necesites pensar en cómo son, pudiendo centrar tu atención en hacer fuerte, rápido y con equilibrio.

Hay más tipos de motivación de los que podría hablar, pero no quiero extenderme más. Como conclusión diría que para un óptimo rendimiento lo ideal es no “cerrarte en banda” sobre cuál es tu forma ideal de motivarte, y ser flexibles, dejando que lo que a priori no os motiva pueda serviros también de aliciente para entrenar y progresar. 

En mi caso tirar de motivación extrínseca ha supuesto no sólo salir de mi “zona de confort” sino evolucionar a nivel personal, y descubrir facetas en mi que desconocía (nunca acabas de descubrirte…). Ha sido mucho más duro, pero ha merecido la pena, porque la recompensa y la satisfacción son mucho mayores. 

La mejor forma de aprender es ser flexibles, porque si no estás abierto a sugerencias y cambios ¿cómo vas a evolucionar? 



miércoles, 27 de junio de 2018

EL PRECIO DE UN PIN: LA PELÍCULA

- Nunca se retrocede... ni para coger carrerilla.

A veces una frase tan sencilla como ésta vale más que meses de entrenamiento, de perfeccionar técnicas, de sufrir, tolerar el dolor, sudar, pasar malos momentos… perseverando para lograr tu objetivo. Qué va a decir una psicóloga deportiva de lo importante que es el estado mental en la consecución de una meta. Y a la hora de experimentarlo personalmente, la importancia que pueden tener siete palabras que llegan en el momento justo. He puesto las ganas, la fuerza, el sacrificio, la constancia y la voluntad, pero sin esa frase… no me hubiera lanzado “a la piscina” y hoy todavía no sería tercer dan, cerrando un ciclo complicado de mi vida a nivel personal.

Este artículo y el siguiente están dedicados a todos aquellos deportistas que han sufrido y luchado por superar una lesión, y a aquéllos que por cualquier otra circunstancia tuvieron que pasar por momentos duros, durante los cuales llegaron a dudar de sí mismos y toparon con obstáculos que parecían insalvables. En este primer artículo voy a narrar la película de la preparación y consecución de ese tercer dan, y en el segundo artículo haré el análisis psicológico de dicho "film". Siento que se sepa ya el final, pero como es feliz ¡mejor que mejor! ;)

Empiezo por hacer una breve exposición acerca del karate y las artes marciales, para quien no conozca el tema. Algunos "puristas" no lo consideran un deporte, pese a contar con todos los componentes que conlleva. No es mi caso, porque me considero deportista y dentro de los deportes que practico el karate es mi favorito. Cada deporte tiene sus características especiales, y en el caso del karate, al ser un arte marcial, hay una faceta espiritual y un sentido de alerta ante el adversario, además de disciplina y marcialidad (como su propio nombre indica). La disciplina con respecto a los grados superiores y a quien te enseña, en concreto, añade más tolerancia a la frustración que otros deportes, porque al sensei (maestro) no se le replica, contesta ni se pide explicaciones. Vamos, como en el ejército.

La gradación es la siguiente: se empieza por el cinturón blanco y vas subiendo colores como en una caja de lápices finalizando en el negro, que si lo sacas a partir de los 16 años es un primer dan, y te examina tu federación autonómica. A partir de aquí, segundo, tercero… hasta que el cuerpo aguante. En cuanto a los términos, además del señalado sensei, un kata es como un combate imaginario, en el que te defiendes de varios adversarios utilizando diversas técnicas (existen 5 básicos e infinitos superiores), y el uke es el compañero que te ayuda (hace de sparring) en los exámenes.

En mi gimnasio hay varias clases y profesores y yo suelo acudir, por regla general, a la que imparte un quinto dan por las tardes, al que llamaré de ahora en adelante profesor, pero en algunas ocasiones voy a la clase de las mañanas, impartida por el maestro, que es noveno dan y muy conocido y respetado en este mundillo.

Empieza la película...

Las técnicas para el examen (que se denominan Henka Waza cuando es tercer dan) y el trabajo con el compañero son diseñados por el aspirante al grado deseado. Asimismo, elige un kata superior como voluntario, y otros seis más. A medida que va confeccionando dicho diseño, se lo muestra a su profesor o maestro para que le haga las correcciones y/o sugerencias oportunas. Cuando me estaba preparando el segundo dan, recuerdo que primero mostré mis técnicas al profesor en un rincón del tatami. Me corrigió y sugirió algunas que eran mejores y más aplicables. Yo las entrenaba de nuevo y se las volvía a mostrar, hasta que el examen estuvo bien “afinado” y las técnicas automatizadas al haberlas entrenado, momento en el que mi profesor me expuso en el centro del tatami para trabajar el miedo escénico. Pero en esta ocasión, decirle: "ya tengo el Henka Waza" supuso que me expusiera directamente ante un tribunal que él mismo formó con grados altos en la clase. Así, sin anestesia ni nada...

Me llovieron críticas a diestro y siniestro...

Todas las veces que expuse el Henka Waza y el kata voluntario ante mis compañeros no dejaban títere con cabeza, y eso que el profesor hacía críticas más constructivas. Para que os hagáis una idea, un alumno quinto dan dijo que no le gustó mi primera técnica porque en el siko dachi (postura típica de los luchadores de sumo) metía la rodilla un poco hacia adentro.

-  Pero ¿y el resto del examen? –le preguntó el profesor.
-  No sé, porque como no me ha gustado la primera técnica, he desconectado y yo suspendería al aspirante -contestó.

Curiosamente a mi profesor sí le gustaba dicha técnica, y también al maestro, del que luego hablaré. Supongo que entonces no quedaba tan mal mi rodilla operada.

Cuando pasé a mostrar la parte con mi uke, que consistía en un bunkai (aplicación técnica de un kata) y cuatro técnicas de oyo waza (defensa ante un ataque, dejando al adversario sin posibilidad de respuesta), seguimos en las mismas. Eran tan feroces las críticas que pensé, una de las veces que estaba realizando el examen ante ellos, que hiciera lo que hiciera no les iba a gustar absolutamente nada de mi ejecución, y me iban a sacar fallos hasta de las arrugas del karategui. Y tenías que aguantar el chaparrón. ¡Disciplina!

Pero a pesar de dicha exposición “a palo seco” yo seguía siendo optimista. El miedo escénico lo superé hace tiempo, a base de exponerme en clases, charlas, mesas redondas… por lo que intento sacar la parte constructiva de las críticas aunque sean más bien destructivas. Soy karateka, entreno en uno de los mejores gimnasios de Europa y, como he explicado al principio, sé cómo funciona este deporte y este gimnasio en concreto.

Siguiendo el mismo protocolo que en el segundo dan, presenté mi examen antes de echar los papeles para poder examinarme (como cuarenta días antes), al objeto de que mi profesor me dijera si estaba preparada o no para ese tercer dan. Volvió a montar el tribunal con los grados altos, pero esta vez sólo les dejó a cada uno de mis compañeros comentar una parte de mi examen, poniendo él el punto y final:

-   Lo tenéis, el examen lo tenéis, pero si vas en Junio hay que entrenarlo mucho, pero mucho. Quizá sería mejor que fueras en Julio, pero de todas formas, al ser un tercer dan, no es necesario pedir autorización para presentarse, en este grado es el propio aspirante quién decide.

Para mí su aprobación era fundamental, como lo fue para el segundo dan, cuyo examen  pospuse hasta que me dio ese visto bueno. Y a lo que me sonaron sus palabras fue a un “yo que tú no lo haría, forastera”. Hace años que dejé de entrenar el mes de Julio, desde que suspendí el examen de primer dan justo en dicho mes. Para mí es el peor, se pasa fatal por el calor y en mi caso prefiero descansar del gimnasio y dedicarme de lleno a la bici, para disfrutar del aire libre y el buen tiempo. Tenía clarísimo que no me examinaría en Julio, y la siguiente convocatoria de exámenes es en Diciembre. Pero en esa fecha es cuando tenía mi uke pensado examinarse también, y además de no fastidiarle no quería perder todo lo trabajado hasta ese momento con el parón del verano. Así que, como el trabajo no es sólo mío, sino también de mi compañero, decidí preguntarle:

-   Tengo dudas ¿tú como lo has visto?

La contestación fue la frase con la que encabezo el artículo, añadiendo que si le ponemos nervio y ganas ¡adelante!

Nunca le agradeceré lo bastante a mi uke que me animara a presentarme en la fecha prevista.

Soy de carácter tranquilo y constante, y tengo mucha paciencia, con lo cual tengo más tendencia a cocinarme a fuego lento que a la parrilla vuelta y vuelta. Probablemente hubiera ido mucho más serena al examen de Diciembre, pero ir en Junio ha supuesto para mí una inyección de adrenalina y de progresión que difícilmente se hubiera producido de esperar seis meses más. Día tras día, seguí entrenando mi kata elegido para la ocasión (Heiku) y el Henka Waza en las clases de mi profesor (le pedí permiso). Mi uke entrenaba conmigo cuando le daba permiso (seguimos con la disciplina), y todos los sábados por la mañana, como un clavo, a las 9:30 estaba en el tatami, libre a esas horas para que pudiéramos entrenar los que nos examinamos o los que compiten.

En alguna de estas ocasiones, el maestro, que "pasaba por allí" (es el dueño del gimnasio) nos  pidió que le enseñáramos el examen. Como si no tuviera bastante con las críticas de la tarde, tuve que soportar una charla en la que me corrigió no sólo el bunkai, sino casi todas las posiciones, movimientos, fuerza, equilibrio, etc etc… (más disciplina sin rechistar, que además es el maestro…) pero también me ayudó a diseñar la parte del oyo waza, en la que estábamos atrancados. Y aunque fueran tantas las correcciones que era difícil quedarse con todas, sus sugerencias me valieron de mucho, y eso es lo que a mí me importa.

Es más, dupliqué entrenamiento acudiendo, cuando mis pacientes me lo permitían, a sus clases por las mañanas, porque me estaba ayudando mucho. Mi profesor, por las tardes, dejó de exponerme ante mis compañeros y me revisaba personalmente el examen, haciéndome correcciones muy puntuales pero acertadas, aunque, si he de ser sincera, eché un poco de menos el mayor apoyo que recibí cuando me preparaba el segundo dan. Será que al subir de categoría, como él mismo me dijo, hay que ser más autosuficiente...

Una semana antes de examinarme una compañera de la mañana, tercer dan, se pasó por el tatami a ver mi examen. Pudo contemplar a mi uke en su “máximo esplendor” dándome caña como si fuera un sargento entrenando a un soldado (dosis megaextra de disciplina...). Se quedó alucinada.

-   Pero… ¿qué uke te has echado? ¡Si parece un coach!

El coach en karate es el entrenador que anima a sus competidores desde una esquina del tatami en los combates. Y aquí la rebelde con causa aceptando órdenes como si fuera Richard Gere en “Oficial y Caballero”. Hasta haciendo combate, que es lo que menos me gusta del karate, y tomando nota de las sugerencias de mi uke. Pero lo mejor fue el comentario de mi compañera:

Lo haces fenomenal, vas sobrada, qué seguridad, qué fuerza, qué estabilidad… ¡apruebas seguro!

Esta es la otra frase que para mí ha sido fundamental a la hora de sacarme el tercer dan. Me di cuenta entonces de que a pesar de que yo, en principio, me veía capaz de aprobar, las salidas al centro del tatami con tantas críticas minaron mi autoconfianza. Si bien mi uke ha sido fundamental para sacarme este tercer dan en Junio, me faltaba ese refuerzo positivo, ese apoyo, ese creerme que voy a conseguirlo, para estar más convencida de lograrlo.

Como ya he explicado, este es un arte marcial, militar hasta cierto punto, y sé cómo funciona, pero también sé como funciono yo, el mismo funcionamiento que la gente en general (lo sé por mi profesión): la exigencia no es el único camino para lograr tus objetivos. Se necesita un reconocimiento de ese esfuerzo, de ese trabajo, por pequeño que sea. Ese mismo día, otro compañero que estaba de uke de otro karateka, también me dijo que llevaba el examen muy bien. Qué alivio, qué descanso… por fin unas palabras de aliento. No obstante, como estaría de preocupada que me tiré como un mes entero antes del examen despertándome a las 5 de la madrugada visualizando el kata… (de la visualización hablaré en el siguiente artículo).

-   Has mejorado muchísimo –me dijo el maestro cinco días antes del examen- no sé si aprobarás o no, pero merece la pena el esfuerzo por cómo has progresado.

Quien conozca a mi maestro sabe que una frase así es para enmarcar y colgar de la pared. Dieciocho años llevo entrenando en su gimnasio, y es la primera vez que oigo algo semejante. Pero el último día antes del examen, el viernes, me quedaba la traca final: volví  a entrenar con él y me machacó. Tooooda la clase pegado a mi oreja corrigiéndome para sacar lo máximo de mí, presionándome hasta el límite. Yo no necesito esto, pero como digo, es la filosofía de este gimnasio y del karate y la acepto, y que el maestro se esforzara en intentar exprimirme lo tomo como una señal de cariño y no de menosprecio.

Y llegamos por fin al examen. Había realizado el Henka Waza y el kata sin equivocarme, sin desequilibrarme y lanzando unos kiais (gritos) que hacían temblar el tatami. No me pidieron segundo kata (buena señal) sino que me dijeron que continuara con el examen. Llamo a mi uke, me giro para hacer el saludo protocolario y le veo preocupado. ¿Qué le pasa? Empecé el bunkai y en la primera técnica casi sale volando al hacerle el barrido, pero quedó muy bien. A partir de ahí todo normal. Fui como un metrónomo. El examen estaba tan entrenado, tan automatizado, que mi cuerpo se movía solo. Hay que hacer esto, esto otro, y lo de más allá. Y lo voy a hacer bien, porque lo he entrenado, y me lo sé. Ése fue mi diálogo interno. Pero mientras lanzaba patadas y puñetazos aquí y allá, era tanta la tensión que sentía, que necesité coger aliento en un momento dado (una pequeña pausa), porque creía que iba a caer desplomada por el esfuerzo descomunal que estaba haciendo.

El examen acabó y me retiré satisfecha: si me suspenden es porque no soy lo suficientemente buena y tengo que entrenar más, pero no es porque me haya equivocado ni desequilibrado. Otra buena señal es que no nos pidieron el kumite.

-   Estabas blanca. Tenías la cara completamente blanca –me dijo mi uke.

Entendí entonces su expresión de preocupación. Tal era mi activación fisiológica que ante un esfuerzo extremo de aproximadamente diez minutos no solté ni una gota de sudor. Y no recordaba parte de las técnicas del examen, le tuve que preguntar a mi uke si las había hecho bien, a lo que me contestó que sí, sin equivocarme y sin acelerar el ritmo. Nunca me había pasado algo así. Pero el esfuerzo mereció la pena.

-   Apto.

El maestro Ishimi, décimo dan, me entregó el pin. Tanto esfuerzo para una cosa tan pequeña… Acabada la ceremonia de entrega, corrí a abrazar a mi uke. Esto ha sido un trabajo de dos. Sin su entrega y su dedicación, sus ánimos y su lucha, jamás lo hubiera conseguido.

-   ¿Cómo fue? –me preguntó el maestro tras felicitarme por mi aprobado.
-   Me puse de los nervios, pero no me equivoqué. Salió el examen redondo.
-   ¿Te pusiste nerviosa? Pues mira que te machaqué el día anterior para que fueras tranquila…

Ambos sonreíamos. Si ya lo sé. Por eso, aunque me desestabilizara en el kata en el que nunca me desestabilizo cuando lo hice en su clase, tenía confianza que al día siguiente iba a salir bien. A pesar de la presión, fui fuerte. En el segundo dan, que obtuve tres años antes, no había estado tan nerviosa, sino sólo un poco antes, y el examen lo disfruté entrando en estado de “flow” (máxima concentración y rendimiento). De ahí que decidiera hacer un análisis psicológico para determinar qué me ocurrió (el siguiente artículo).

La alegría por conseguir este tercer dan ha sido una de las mayores que he sentido. Aún hoy, varias semanas después, perdura. Como les digo a los ciclistas ¿qué da más satisfacción, llegar primero en un puerto muy duro o en uno más suave, aunque sufras mucho más? Todos me contestan que el sufrimiento merece la pena…

El viernes siguiente a mi examen acudí a la clase del maestro, por la mañana. Me echó la bronca (caso contrario no sería él…) por no hacer el protocolo de cambio de cinturón perfecto, pero a la vez me felicitó por mi constancia, entrega y progreso. Viendo de quien viene, es todo un halago, y se lo agradezco hasta el infinito y más allá, porque además sé que lo hace de corazón, se le nota. Este tercer dan no es sólo mérito mío, es de mi maestro, también de mi profesor con sus correcciones, de otro profesor (sexto dan) que  me hizo sugerencias y correcciones muy buenas, y de los compañeros que me animaron y apoyaron. Pero, sobre todo, de mi uke. Ha sido un trabajo conjunto. Tanto es así que ni se me ocurrió hacerme una foto en la que él no estuviera. Así que ¡ahí queda ésta!